Pintura, pensamiento, lenguaje / David Pérez


“Una sola cosa es lo sabio: conocer la inteligencia que guía todas las cosas a través de todas”
Heráclito (DK 22 B 41)

Geografías del pensamiento es el título con el que Santiago Polo agrupa las obras que recoge la presente exposición, una muestra en la que la pintura, utilizando un soporte de resonancias tan duchampianas como el vidrio y el metacrilato, queda planteada desde una perspectiva en la que el ingrediente mental, en tanto que elemento plástico, adquiere un destacado protagonismo. Sin negar ni cuestionar el ineludible carácter visual y matérico que define a la pintura ―o, mejor aún, debido precisamente a ese carácter―, Santiago Polo adopta una posición pictórica a partir de la cual pintar, como ya barruntaba Leonardo, surge como producto netamente conceptual. Es decir, como realidad mental y proceso intelectual.

Para profundizar en esta idea ―que, curiosidades aparte, tampoco resulta tan ajena a la postura poética defendida por el autor del Gran Vidrio―, nuestro artista toma como punto de partida esencial una premisa que no puede ser obviada: el hecho pictórico ―es decir, el propio acto de pintar― conlleva en su planteamiento, desarrollo y ejecución una particular manera de pensar. Afirmación mediante la que se intenta poner de relieve cómo la pintura supone, ante todo, la articulación de una modalidad precisa de pensamiento y, por ello, la performatividad de un determinado tipo de lenguaje.

Debido a ello, se puede señalar que cada pieza concreta de las aquí exhibidas traza, desde los límites que impone su propia constatación fragmentaria, el mapa específico ―aunque incompleto― de una realidad espacial que, siendo geografía pictórica, es asimismo discurso mental. Discurso que queda asentado en la autointrospección que se proyecta sobre un mundo que piensa ―y es pensado― únicamente desde el color, la línea, el gesto, la mancha, la materia y el soporte.

Aceptar el planteamiento que Santiago Polo propone, significa reconocer dos grandes consecuencias. La primera de ellas resulta evidente, puesto que conlleva asumir la naturaleza plural del pensar, hecho que amplía el registro de lo lingüístico a espacios no estrictamente verbales. Junto a ello, y en un segundo momento, su posición también propicia una serie de dificultades que pueden quedar agrupadas en una doble cuestión: ¿cómo interpretar este pintar que es pensar?, ¿cómo leer la escritura de un lenguaje no oral cuyos signos dependen de una sintaxis que se reformula, siquiera sea de una forma parcial, en cada obra?

Enfrentarse a estas dudas requiere que asumamos otro presupuesto que hasta el momento no había quedado explicitado: la respuesta a cualquiera de las preguntas que nos surjan dentro de este ámbito sólo puede ser resuelta a través de la propia pintura. Es en cada obra donde vamos a encontrar los fragmentos de un habla que, tomados en su conjunto, construyen la realidad de un decir que implica el decir de una nueva realidad. Reconocerla como tal requiere un especial y complejo esfuerzo, de ahí que cada una de las pinturas de Santiago Polo actúe como limitada cartografía de un territorio sin límites que se nos invita a recorrer. Un territorio que, al ser atravesado ―e inspeccionado―, al ser pensado ―y hablado―, queda definitivamente habitado y, por ello, construido.

Lenguaje y pensamiento vertebran en el ser humano una misma realidad: aquella que nos permite construir el mundo, inventarnos dentro del mismo y descubrirnos en él. De este modo, el mundo del lenguaje, que es el mundo del pensar, construye lo real y, al hacerlo, dice el mundo. Sin lenguaje, por tanto, ninguna realidad ―ya sea física, mental o de cualquier otra índole― resultaría posible, ya que la misma sólo es concebida como tal en tanto queda dicha, es decir, en tanto responde a un requerimiento que, a pesar de que pueda sustentarse en el contradictorio reconocimiento de su indecibilidad, se vincula a la propia actividad lingüística.

Hablar, qué duda cabe, nos hace humanos. Ahora bien, si ello es así no es porque el habla incida en lo inherente de una esencia que nos dota de manera específica ―y frente al resto de especies― de un singular e intransferible rasgo que calificamos de «humanidad». Si nos hacemos humanos es porque gracias al lenguaje podemos decirnos y pensarnos como tales y, por ello, autoconcebirnos. Este es el motivo por el cual la geografía de nuestro pensamiento responde a una orografía esencialmente lingüística. Orografía que permite poner de relieve que el lenguaje, sin embargo, es algo mucho más amplio que la verbalidad.

Nuestro pensar queda articulado básicamente con palabras, pero también puede manifestarse con otro tipo de lenguajes. Sor Juana Inés de la Cruz, tan adorada por Octavio Paz y tan próxima ―y, a la par tan lejana― en su reflexión argumentativa a Wittgenstein, aludía a este hecho con paradójica claridad en una carta remitida en 1691 a sor Filotea. En la misma escribía: “[…] de manera que aquellas cosas que no se pueden decir, es menester decir siquiera que no se pueden decir, para que se entienda que el callar no es haber qué decir, sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir”. Es cierto que en su alocución sor Juana se refiere al sentido expresivo del silencio y, en especial, a su certero carácter. Con todo, un hecho queda evidenciado a través de sus palabras: existen lenguajes que en determinadas circunstancias se revelan más precisos que el lenguaje oral.

La pintura, no nos quepa la menor duda, es uno de esos lenguajes. De ahí que la misma propicie un pensamiento específico que se muestra esquivo a la oralidad. Ahora bien, ¿qué es aquello que es pensado a través de la misma? Evidentemente, una realidad que no puede ser abordada por medio de las palabras. Sin embargo, constatar este hecho no debe hacernos caer en ningún tipo de error, puesto que no estamos con ello dirigiendo nuestra atención hacia metafísica alguna. Que las palabras resulten insuficientes no supone negar capacidad lingüística a la pintura ni, en menor medida, considerarla como discurso de lo inefable ―discurso que en función de una naturaleza idealista escaparía a cualquier aproximación intelectual y/o racional―. Lo que únicamente intentamos poner de relieve mediante esta consideración es el sentido específico que posee su habla, un sentido que plantea la riqueza de un pensar que no sólo puede quedar basado en la restrictiva relación establecida entre palabras y cosas.

El hecho de decir es algo que siempre resulta necesario. Tan necesario, no obstante, como callar. Este es el motivo por el cual se suele revestir al silencio de un valor que, en determinadas ocasiones, resulta ampliamente destacado. Valor, que la pintura, curiosamente, en tanto que discurso fronterizo con lo silente, también intenta concitar. Ahora bien, pensar desde la pintura ―o con la pintura― supone establecer una modalidad peculiar de silencio. Modalidad que tiende a mostrar cómo aquello que en la pintura callan son las palabras, pero que lo que a su vez en la misma reverbera es un habla que piensa desde ―y con― la materia y los materiales.

En función de ello, es decir, en función del reconocimiento de la existencia de un pensar que, siendo lenguaje pictórico, no debe ser confundido ni equiparado con ese otro lenguaje que depende de la utilización de imágenes ―puesto que éstas actúan como estructuras de identificación a través de las que se estimula la oralidad y el relato―, en función de este hecho, repetimos, la pintura que desarrolla Santiago Polo busca en su desnuda materialidad no tanto encumbrar la anécdota, como mostrar el desarrollo de un pensar no narrativo en el que, al entrecruzarse resultados plásticos dispares y elementos lingüísticos no referenciales, conviven realidades diversas que, sin embargo, responden a una determinada articulación sintáctica.

Ello explica la coexistencia en cada una de sus obras de soluciones aparentemente heterogéneas ―círculos, líneas tramadas, retículas, puntos, manchas…― que se agrupan sobre la superficie pictórica con un orden y una disposición que, en modo alguno, pueden ser considerados como azarosos. Al respecto, la utilización simultánea ―que no confusa― de este tipo de elementos responde a una equilibrada estructura. Una comedida organización que, sin embargo, no debe ser tomada como resultado de una férrea e inviolable disciplina sintáctica, puesto que, de hecho, nada hay más alejado de la pintura de Santiago Polo, que la vinculación con un lenguaje plástico cargado de resonancias normativas o neoconstructivas. En este sentido, si bien es cierto que en su pintura la espontaneidad e inmediatez se hallan sujetas a una precisa lógica textual ―a través de la cual cada obra permanece escrita con similares caracteres, alfabetos y sintagmas― ello no supone admitir que el hecho del propio pintar tenga que someterse a la rigidez que se deriva de un armazón textual prefijado.

Lo que define al pensar es su propia inconformidad, es decir, el permanente estado de indocilidad e inquietud al que empuja. Un estado que sólo puede ser concebido y tomado como tal no tanto como resultado ―como meta―, sino como proceso ―o sea, como travesía de inconclusión―. Debido a ello, las pinturas de Santiago Polo se asientan en esa imposible quietud ―en esa fundamental carencia de reposo― que de forma implícita se vincula al pensamiento. De este modo, pintar queda concebido desde el despintar. O sea, desde el desdecirse de lo dicho y desde el repensar lo pensando. Y aunque sea posible encontrar en cada una de las obras aquí agrupadas elementos que son utilizados de forma reiterada ―pensemos, por ejemplo, en esos omnipresentes círculos irregulares que se ubican siempre en la parte superior de cada composición y que actúan indistintamente como líneas cerradas planas y/o como atisbos tridimensionales―, el resultado obtenido en cada una de estas pinturas remite a geografías diferenciadas. Geografías que invitan, por medio de la específica modulación de sus fraseos, a ser recorridas y habitadas no sólo espacial, sino temporalmente.

En numerosas ocasiones se ha hablado del tiempo ―o, incluso, de los diferentes tiempos― que la pintura genera y posee. Al igual que el hecho pictórico tomado en sí mismo ―y ello en función de las técnicas, procesos y materiales concretos empleados en cada caso― reclama un tiempo propio de ejecución que no puede ser vulnerado si es que no se desea actuar en contra de su fisicidad, la lectura de cada obra también desencadena una temporalidad determinada. De este modo, si el hacer de la pintura ―es decir, si su pensar― se ajusta a un tiempo concreto, la observación de la misma también propicia la aparición de temporalidades diversas que surgen en relación con la duración de la mirada, una duración que ―convertida en diálogo de intensidades― afecta al tiempo en tanto que lo vulnera. La mirada, por consiguiente, se desentiende del tiempo desde el instante en que se sitúa no fuera, sino al margen del mismo, es decir, desde el instante en el que el hecho de mirar suscita una temporalidad autónoma que no se desarrolla linealmente, sino como expansión multivectorial.

Ahora bien, cuando aludimos a la temporalidad de las pinturas de Santiago Polo no sólo nos estamos refiriendo a estas cuestiones. La especificidad temporal que aquí se nos revela responde a una peculiaridad derivada del propio soporte translúcido utilizado para la pintura. En este sentido, el vidrio sobre el que se van superponiendo las distintas capas pictóricas que integran las obras, permite una lectura secuencial de cada una de las caligrafías que configuran la escritura de estas piezas. En todas estas pinturas podemos, por ello, seguir el paso de su crecimiento y desarrollo, es decir, leer ―de manera casi arqueológica, sedimento por sedimento― la disposición temporal seguida en cada signo y en cada frase. Una disposición mediante la cual la pintura se define como escritura de un desarrollo temporal que entrelaza su propio tempo con el transcurrir en intensidad del nuestro.

Desde esta perspectiva, la pintura muestra el despliegue de sus superposiciones y el registro de su propia escritura. De ahí que veamos en su resultado los diversos momentos que integran el proceso seguido. Un proceso que supone la constatación de un lenguaje cuyo texto surge simultáneamente como aportación sincrónica ―la pintura que observamos― y como presencia diacrónica ―la obra como documento de una trayectoria discursiva a la que accedemos―. Pintar, tal y como venimos repitiendo, conlleva un pensar que, en el presente caso, deja al descubierto sus requiebros y meandros. Con todo, habitar ese pensar supone hablar y escuchar desde un ámbito específico: el mismo que posibilita que el tiempo tropiece ―aunque sólo sea débil y fugazmente― con la intensidad.

David Pérez / Pintura, pensamiento, lenguaje. Valencia, 2009.
Texto en catálogo "Santiago Polo: Geografías del pensamiento". Exposición en Centro de Arte Caja de Burgos, mayo-septiembre de 2009.